martes, 21 de agosto de 2012

Carbúncula / Aurora Venturini


   Carbúncula Tartaruga sale al anochecer apoyada en sus gruesos bastones de madera durísima, acaso sea roble. De otra manera, esos soportes se hubieran doblado y hasta se hubieran quebrado, tal la enormidad seudohumana de la usuaria, porque Carbúncula es inmensa. Carbúncula es torpe en su manera de caminar, lentísimo. Tan lento…
   Avanza con tal lentitud que se dijera desliza como los caracoles y las babosas. Deja tras de ella un lampo blanquecino y fofo.
   Viene con su resbaloso modo susurrando algo ininteligible. Asegura que reza. No aclara a quién dirige su oración. Carbúncula nunca aclara nada a nadie; es sombra redonda, robusta, olorosa, inquietante de sí misma. Resulta horrenda, pero se acepta, ella lo hace, con aparente goce y satisfacción.
   “Porque yo”, así comienza sus chácharas feas.
   Digo feas porque son en contra de alguien. Ella, según ella, es perfecta y no habrá juez que se atreva a juzgarla “porque yo”; y ahí terminan la teoría, la tesis y la conclusión.
   Lleva grabadores en todos los bolsillos de sus chaquetas y, en su casa, los hay hasta en los árboles del parque.
  “Porque yo sé de vos más que vos misma”, repite al oído temeroso de aquellas mujeres a las que ella supone amigas.
  Alguna, remisa, intentó zafarla: “Pero yo le hice escuchar una grabación”. Siempre procede de tal suerte.
   Se viste con la ropa de hombre que heredó de su papá, un ser tan raro como ella. Aseguran que Carbúncula mató a su mamá.
   En mis momentos de gran melancolía, pienso que tuvo una buena razón para aniquilar a su vieja: el hecho de traerla al mundo.
   Vive sola en la mansión de habitaciones barrocas, muebles barrocos, cuadros y estatuas.
  Tiene la casa un altillo al cual se sube por una escalerilla caracol de hierro, ya muy herrumbrado. Suele alquilarlo, pero los inquilinos duran poco.
   En su cocina mugrienta, cocina potajes y sopas. A veces, compra las vituallas y entonces se sirve a sí misma en el comedor muy barroco, y tanto que en cada uno de los motivos florales o rostros hay tierra apelmazada por añares. Cuando la mugre invade, ella acude a una sirvienta a quien paga unos pesos por hora. En mis momentos de gran melancolía, me he interrogado a mí misma por qué las sirvientas que lo fueron de Carbúncula, jamás han contado aquello que les borró las ganas de ofrecerse para trabajar afuera o con cama adentro.
   Y yo inquirí a más de una.
   Y más de una exclamó: “No me haga hablar, por favor”.
   Ninguna quiso contar.
   Las paredes de la mansión Tartaruga están tapizadas de libros. Posee tantos libros, uno al lado del otro, inmóviles, con esa inmovilidad confesa de los objetos que aseguran que no han sido tocados nunca. Se ve que no lee.
   Mira los cuadros con las caras y hasta la cintura, al óleo, de sus antepasados, y resuella. Ella supone suspirar…, pero no.
  Las piezas, seguiditas, forman como una vía de ferrocarril interminable. No es posible contarlas. En la mansión, la monstruosidad elude cualquier logística.
   Hay un baño; en él hay una bañera no instalada.
   Adentro de la bañera, hay trastos inservibles: ropa, palanganas y escupideras desfondadas, zapatos antiquísimos, sombreros, etc.
   Junto al inodoro, un balde.
   En el pequeño mueble de toilettes, botellas y botellitas semivacías, cisnes, talqueras, rouge rojísimo, peines, peinetas, cajas y cajitas. Un baratillo cojo y enloquecido.
   Diseminados por los pisos se ven comederos con yuyos, con agua, o vacíos y volcados.
  Andando por los numerosos pasillos y corredores uno encuentra percheros con capas tejidas, bufandas, chales y chalinas; collares de perla, de vidrio, de madera, de metal y de otros materiales que parecen extraplanetarios. Penden desde los techos abovedados arañas de caireles y de bronce.
   En la mansión Tartaruga, aunque sobran luces eléctricas, una oscuridad sofocante resulta invencible.
   Algunos pasillos denotan no haber sido transitados por siglos.
  La vitrina de los frascos de perfume lleva al transeúnte a exóticos interiores africanos y parisinos, a un mismo tiempo. Pachulí y Coty, se confunden en ardiente abrazo.
   La puerta principal, de hosca madera tosca, agrede a quien intente oscilar la campanilla que alerte su presencia.
Esa puerta, cerrada, ahoga; abierta, muerde.
   Las portezuelas, a su vez, son agresivas. Baten un no se sabe qué, peligroso y cruel al entrarsalir, al salirentrar.
  Igual ocurre con las ventanas y con los balcones. Quienes construyeron esta gran casa adoraron los pisos de laja.
   Por las hendiduras de lajas circulan las tortuguitas recién nacidas, los bebétortuga, los nenes y las nenas.
   Cuando viene de un paseo por la ciudad, Carbúncula observa el piso de hendiduras a fin de no aplastar a un bebitotortuguitapobrecito; hijitomíoadoradorubiecito… venga con mamá.
   Un esfuerzo descomunal le significa agacharse para levantar a uno de los pergenios.
   Lo hace resollando aunque ella supone que suspira un bello romanticismo. En cuanto al amor a las tortugas, es bien sincero…
   A veces, conversa con su hijito, el rubio, y yo he comprobado durante una visita al caserón que el rubio le contesta.
   Es una respuesta amorosa de boca de víbora doméstica, aunque sin voz.
   Casi olfateando las lajas con su nariz picuda, camina hacia la cocina. Agarra varias hojas de lechuga, las troza y va distribuyéndolas nido por nido, puesto que las quelonias madres ocupan nidos en las oquedades de los cimientos de los patios.
   Las escenas de la casa extraña, aunque espantosas, deslíen un sopor tierno como de neblina del viejo Londres.
   Ella vigila el connubio de los quelonios apareados en tremebunda y estertórea bulla de aserradero.
    Carbúncula vive al mismo tiempo el tiempo de coyunda de los córneos caparazones.
   “Vamos… vamos…”, aúlla cuando él la sube a ella; la dueña se ha levantado la pollera y bajado el calzón y acciona en su vulva tormentosamente: “Basta… basta…”, aúlla aún.
   Carbúncula nunca tuvo relaciones sexuales con nadie; podríamos decir que ha mantenido relaciones sexuales a distancia, con las tortugas del esfuerzo y del orgasmo.
   Carbúncula Tartaruga morirá virgen porque con sus deditos cortitos no ha podido romperse el himen.


Aurora Venturini ( La Plata, 1921)

En El marido de mi madrastra. Mondadori. Buenos Aires, 2012.

domingo, 19 de agosto de 2012

Cómo se roba a los ricos / Sebastián Pons




Todos pertenecemos a lo mismo, todos hemos tenido las mismas oportunidades, qué le vamos a hacer si nos tocó la época en la que somos eternos seducidos y luego abandonados, las moscas no nos buscan porque ya han inventado un incienso que huela a cereza y miles de perfumes para la rumba.

Andrés Caicedo




            Amanecí enlodado en Marita; desperté sobresaltado por los golpes y tardé poco en reconocer esa forma abisal y desconsiderada de aporrear una puerta. Literalmente tenía barro en cada poro, me chorreaba por todo el cuerpo, y hasta raíces me habían vuelto a crecer en algunos dobleces de brazos y piernas. Con apenas incorporarme entendí que había dormido sobre Marita, que era su cuerpo el que se aplastaba contra el colchón, que habíamos quedado tumbados, desnudos, ella boca abajo, con mi barro en su piel; no sé cómo hacía para respirar boca abajo, enterrada su nariz en la almohada, y además con ese vaho a mugre viviente que se había criado en la habitación. Me iba levantando como podía mientras la mano aquella que debió acariciarme de niño insistía con los golpes a la puerta. En efecto, no me equivoqué: abrí y mi madre entró de prepo, con toda su enana presencia, como la dueña que era de la casa, aunque jamás habitó en ella más de un mes seguido. Entró y tras de sí ingresó esa sombra esquiva, difícil de enfocar, un bulto neblinoso que ella arrastraba a su espalda. Y me dijo: “Acá lo tenés, che. Ahora te toca. Yo cargué con mis mayores demasiado y no pude criar a mi propia descendencia. Es una maldición que se hereda, y a vos además te corresponde por habitar estas paredes que son mías. Tu abuela, que viste una vez, murió hace unas semanas. Este (señaló el bulto) es mi padre, al que nunca viste y del que te conté algo una de las pocas noches en las que te llevé a dormir. Eras chico vos. Y ahora, ya adulto, te toca cuidarlo. Yo tengo que descansar de una buena vez”. Dicho esto, apoyó sobre el piso un atado de ropas con una delicadeza que no le quedaba bien, y luego, con una brusquedad más de ella, me palmeó el hombro, beso la frente de esa sombra neblinosa y le dijo palabras incomprensibles al oído, y salió como un pequeño relámpago. Me asomé a la vereda como hace décadas; me quedé contemplando la espaldita que se alejaba, algo que algún día creí que no volvería a hacer, y por más que sabía que ella ni una vez, ni una puta vez, se daría vuelta, siquiera amagaría a darse vuelta, la miré hasta el fin de la calle o hasta que me dolieron los ojos, lo que fuera que haya sucedido primero.

            Mi abuela fue una napolitana vivaz que se vino al país, tierra adentro, con apenas nueve años. Se instaló con su familia en Huinca Renancó y a los quince años se enamoró de un toba cuya edad precisa jamás se supo. Allí, por entonces, quedaban unos cuantos ranqueles puros y ningún habitante de otra comunidad más que este toba que vaya a saber cómo había llegado a abrevar en ese pozo de hombre blanco. Ese toba era el bulto sombrío que mi madre me dejó aquella mañana en que amanecí con el barro suculento de Marita plantado en todo el esqueleto. Ahí estaba el viejo liso, el ex salvaje, el cara de caoba, en un rincón de la cocina; no me miraba, o no tenía ojos exactos en el rostro; yo le tendía agua y no bebía, le ofrecía mi silencio y el suyo se lo devoraba. La madre de mi madre lo había amado con una fuerza como para partir un monte; esa expresión la pronunció ella misma en esa tarde que vino, hace décadas. Era cierto que había visto a mi abuela una vez; rechoncha, muy alegre, en las pocas horas de su visita me había contado cómo sus padres la maldijeron por ese sentimiento estúpido por el indio, y cómo quedó embarazada y se casó joven, al igual que todas las amigas de su edad, aunque sin sufrir la típica violación de la noche de bodas que a aquellas criollitas de buenas casas les habían prodigado los ricos estancieros a las que estaban prometidas desde antes de que ellas mismas supieran. De hecho, parece que el goce entre el aborigen y la inmigrada, además de buscado, era desproporcionado, porque los echaron del centro del pueblo para no escuchar más los alaridos de placer de la parejita. Hasta les pagó una casa el gobierno local: las cópulas de mis abuelos habían llegado a ser un asunto de interés público, un reclamo que el perpetuo intendentito de Huinca Renancó debía atender en vistas a las próximas elecciones. Parece que, en realidad, la que pegaba los alaridos de placer era mi abuela, y la que movió los hilos del minúsculo poder fue la esposa del intendentito, mujer de sabias mañas, de adecuada moral, de un adelantado respeto por las minorías étnicas, y, sobre todo, una hábil marionetista. Los hilos los movió muy bien porque la casita que les construyeron en las afueras era de lo mejor, con agua corriente, salida para cuando llegara el gas, jardincito atrás y habitación para los gritos en el primer piso; un completo lujo para la época, y sobre todo en esa época en la que poseer casa propia o terreno propio era tener media vida solucionada. La otra mitad la fueron haciendo, dentro de todo bien, con las tragedias típicas en estos tránsitos demasiado felices. El par de mellizos, los primeros hijos, no llegaron a ver a la última de sus hermanas, que resultó ser mi madre, porque murieron el mismo día de una siniestra aneurisma, uno desde Salta, otro cortando leña en Tierra del Fuego, y antes de cumplir los veinte, a pesar de la fuerza y de la sangre que tan parejas habían combinado mis abuelos en sus hijos. Luego de esos, llegó una tracalada de tíos que jamás conocí, y por fin mi madre, muy tardía, en días en que los abuelos ya contaban más de cuarenta y en que la habitación de los gritos seguía siendo bien aprovechada, aunque ya sin tantos gritos.
Entre que pensaba en todo ese recuerdo ajeno, el silencio que había traído mi abuelo desconocido era tal que pude escuchar su murmullo; murmuraba rápido y chirriante, y me costó entender que los bichos que se incendiaban entre sus labios eran palabras de otra lengua, que debe haber sido la suya natal. Acerqué el oído hasta darle carne a lo que decía; en ese momento y en los minutos que siguieron, repetí la frase que le escuché, para aprenderla, pero como seguí olvidándola la anoté. Ese lejano toba que me encomendó mi madre, y que estaba a apenas unos metros todo el tiempo, siguiéndome como un pato temeroso al que han mimado mucho, decía una y otra vez: “sotage iatac raiwa”. Con una perspicacia obvia, menuda, y que a mí me alcanzaba, supuse que hablaba de mi abuela muerta. Me lo confirmó mi madre por teléfono; me llamó a las horas de dejármelo, me dijo que el viejo había quedado muy mal y había perdido toda su extraña lucidez de golpe, y me explicó que el atado era toda la ropa que poseía. “Toda la ropa y cosas de él, una piedra que chupa y unos palos que masca, y una foto borrosa de mi madre y no sé qué más. Chau, hijo. No te digo que te quiero porque eso lo decidís vos”. A esa última frase la pronunció ahuecada y gomosa; sonaba así a través del tubo telefónico, o era el escuálido y tambaleante deseo mío de esa mañana de barro y sorpresa.

            Marita y yo vivíamos del robo. En otro tiempo la cosa andaba mejor, pero luego ella tuvo que buscarse algunos trabajos en los que entraba entusiasmada y de los que salía apenas le tiraban el primer sueldo entre las manos. Cada tanto retornaban las buenas temporadas. No teníamos que trasladarnos mucho para obrar; de hecho, sólo salíamos a caminar por el barrio. Nos desenvolvíamos sobre todo en cierta zona que se había convertido en el único pasaje desde los descensos de ómnibus hasta el distrito empresarial que iba creciendo hacia el norte. Un puñado de multinacionales, algunas disfrazadas de fundaciones, había proliferado gracias al método de las pasantías, el programa de la primera empresa para las escuelas, y la contratación –a corto plazo y con promesa de experiencia y un sueldito de nada– de jóvenes profesionales, que eran los que mejor equipados atravesaban nuestra celada y a los que más nos divertía desequipar. No llevaban mucha plata encima; su carga más valiosa eran los celulares y los aparatitos de toda índole con los que pasaban escuchando música o consultando sus correos electrónicos. Unos pocos de ellos venían de familias más o menos humildes; lo sabíamos porque de vez en cuando nos quedábamos a charlar con alguno antes de largarlo desvalijado. Pero el resto eran nenes ricos nomás, fogueándose como querían sus padres para volver listos a las empresas familiares.
Al principio se hacía fácil sacarnos de encima tanta tecnología y por buena plata; Marita conocía a alguien que conocía a alguien; todo mediador cobraba su comisión y todavía quedaba un fardito lindo para el último de la cadena, los verdaderos laburantes: nosotros. Después ya nos empezaron a mezquinar los precios de los aparatos; buscamos, entonces, otras ofertas. Todos decían que estábamos en la mira de la policía secreta, que se acercaban vertiginosamente a nosotros y que nos tirarían las zarpas encima de la peor manera. Pero la verdad era que ese pedazo de barrio, obligado paso para los que jugaban de empresaritos, era una tierra de nadie, una senda en la que hasta el diablo agarraba fuerte el poncho para no dejarlo caer.
            La noche anterior a la visita tan generosa de mi madre, anduvimos haciendo gala de nuestras mañas por ese paraíso perdido. Una semana atrás, Marita se había enterado de que, cerca de las empresas, el turco Amón, dueño de tres almacenes, visionario para el comercio y empleador de almas inocentes a las que exprimía en sus locales, había abierto un after-office, esa clase de barcitos prolijos para el consumo etílico temprano por parte de los pobres alienados, los jóvenes atados todo el día a sus escritorios. La cosa estaba bien para nosotros porque los empresaritos volverían más tarde a la parada de transportes, y sabíamos que en ese pasaje sin ley la noche era noche cerrada. Obramos con alegría y hasta con descuido, y sacamos tanto botín que tuvimos que hacer un viaje a la casa para dejar parte. Después de la segunda tanda, estábamos tan eufóricos que nos fuimos a festejar al mismo bar del que salían nuestras víctimas. Si hay una cosa que más le gusta a Marita es bailar; apenas se acercaba el sonido de aquel menudo infierno de tragos, ella profirió un rezo al que acostumbraba, una especie de himno divino que invocaba la danza y la música. Eso significaba para mí la señal de que sería una noche de embestidas desaforadas, de consagración a la dipsomanía espontánea y de sexo sabroso, opulento. Y no le pifié. Me acodé en la barra y empecé a gastar los billetes hurtados; ella conquistó el centro del local con su vibración de abdomen y sus contorciones envolventes; los últimos tragos negocié con el turco para pagárselos con una miniatura de última tecnología de entre las que tenía en los bolsillos. Casi sin transitar las calles ni el resto de la casa, llegamos a la habitación de golpe, y cada uno terminó empantanado en el fango sudoroso del cuerpo del otro. Así fue que amanecí.
            Cuando Marita por fin se levantó y asomó su cuerpo por la cocina, superado el mediodía, yo ya había pensado en una centena de acciones a seguir con respecto a mi abuelo. Marita recién notó el bulto sombrío de camino a besarme; llevaba la bombacha medio ladeada y se la acomodó en seguida; el toba se puso un tanto colorado pero persistió en su silencio y en su mirada puesta en mí. Con dos frases le expliqué todo a Marita, o quizá fue con tres. No contestó nada sobre esa nueva situación; lo que dijo fue que esa misma tarde teníamos que laburar y encaravanarnos como la noche anterior, porque había estado bárbaro y quería más. Y después se fue a bañar, porque no aguantaba el barro que llevaba encima, según dijo.
Me quedé en la cocina mirando al anciano terroso, a la vasija de penas, al cara de tiempo; ya no intenté hablarle, sólo le acaricié la frente; le tendí comida y la rechazó; le ofrecí mis brazos pero finalmente debí acercarme yo y fue como abrazar un quebracho lloroso, con demasiada raíz pero con ganas de tumbarse.

            Vivíamos juntos pero no bajo el mismo techo porque Marita tampoco podía dormir bien y porque decía que la noche de la casa no era noche en serio, y era bien cierto, si hasta los vecinos habían elevado las medianeras con ladrillos o toldos ladeados para poder oscurecerse y completar la mutación del día, como la naturaleza manda. Otra razón era que Marita intentaba, y no podía, rechazar esa unión tan fuerte a la que nos había arrojado el azar. Decía ella: “el sexo es el acto de las tinieblas y el enamoramiento la reunión de los tormentos”. La primera parte de la frase se la tiene que haber creído del todo, porque hacía el amor como un demonio, o más fuerte todavía: un demonio famélico, desesperado por encender su alimento. De todas formas, esa idea del sexo y los enamorados no era suya, porque Marita se pasaba el día repitiendo frases de un tal Caicedo, Andrés de nombre, un escritor colombiano que se había suicidado jovencísimo. Desde que la conocí, Marita leyó siempre como una condenada, en casi esa exacta situación, porque una vez llegó a estar hasta dos meses encerrada para terminar la obra completa de no sé qué latinoamericano. En los primeros encuentros me comparaba con relatos y personajes literarios, me decía que yo hablaba medio como experimentando al paso, que la escritura de lo que yo decía, si hubiese estado escrito lo que yo decía, parecía incorrecta pero era solamente rara. Un día se topó con un ejemplar del Caicedo ese y ya no leyó a nadie más. Me atreví a preguntarle y me contestó que no hacía falta saber otra cosa, que Andrés le había abierto las puertas de la percepción y que si bien ella ya traía ese claro en la cerrazón boscosa de su cerebro, sólo entonces se había percatado. Desde siempre Marita bailaba, pero después de esas lecturas se puso desaforada: le entraba al cuarteto, al rock, a la cumbia, al tango improvisado, al malambo aprendido de un tío, al reggae; se quejaba constantemente de que en la maldita ciudad que habitábamos no hubiera un puto boliche en donde se escuchara rumba. Era uno de los preceptos del escritor colombiano: la danza perpetua. Además, después de esa lectura se puso más hampona en lo de los robos; desde entonces, estuvo siempre hecha una verdadera rea, si hasta cacheteaba las caritas pálidas de los practicantes de empresario, o les sacaba los vestidos a las pocas mujeres que pasaban rumbo a las multinacionales y se los probaba en plena calle, para terminar tirándoselos en la jeta a las dueñas si no le gustaban. Si hasta quería morirse joven, aunque no llegaba a acumular el coraje necesario para tomar el asunto en sus manos, razón por la que a veces me lo pedía a mí. El rezo ese de antes de ir a bailar también lo había sacado de Caicedo; empezaba diciendo: “música que me conoces, música que me alientas, que me abanicas y me cobijas, el pacto está sellado”; y seguía: “yo soy tu difusión, la que abre las puertas e instala el paso, la que transmite por los valles la noticia de tu unión y tu anormal alegría”; y terminaba con una frase que me hacía erizar: “para los muertos”. Yo estaba seguro de que en esas páginas, leídas hasta el insomnio, había encontrado ella la idea, con la que me taladraba la consciencia a diario, de que a mí me tenía que tragar la noche, que la luz permanente de esa casa me desgranaba el espíritu y que terminaría fulminado en la intrascendencia si no me iba de ahí cuanto antes.
En fin, rara vez se quedaba ella a dormir; terminaba de sacarme todos los jugos contra la cama y se iba. Pernoctaba en casa de una amiga suya que vivía cerca, aunque nunca supe dónde. Venía a quedarse sólo durante el día; cargaba la pava caliente y se cebaba unos mates junto a los helechos del patiecito. A mí los mates me caían mal.

            En los días siguientes a la llegada de mi abuelo aborigen, entendí que él no podía seguir solo en la casa. Hasta entonces le dejaba comida sobre la mesa, el televisor prendido y lo encerraba para que no me siguiera. Al principio, yo volvía y él estaba detrás de la puerta, tal como había quedado al irme. Pero después se empezó a mover por la casa; se desenvolvía muy bien, estaba muy cómodo con la luz interminable, tanto que hasta se le había sacudido un poco la tristeza del rostro. El problema era las cosas que tocaba; con Marita encontrábamos la casa medio inundada, los cajones abiertos, el gas saliendo de las hornallas. Quizá seguía buscando a su querida muerta de varias formas; de hecho, entristecía de a poco al volver a verme, lo que me recordaba eso que decía mi madre de que yo me parecía bastante a mi abuela. El toba me miraba todo el día y me seguía a todos lados, tanto que cuando salía a robar me sentía transparente, atravesado del aire, un pobre hombre sin sombra. Pero no por eso, sino por el desastre que dejaba en la casa, decidí llevarlo con nosotros al pasaje de los futuros líderes empresariales. Entonces se fortaleció la temporada próspera que ya nos había traído el bolichón del turco Amón, y que seguía y seguía. Primero, con Marita escondíamos al anciano a la vuelta de una esquina o lo sentábamos en un umbral oscurecido para robar tranquilos; pero como el toba insistía en seguirme, empezamos a dejarlo estar junto a nosotros, y fue entonces que brotó la magia. Los trajeaditos lo contemplaban medio aterrorizados o con mucho interés, y nos entregaban todo lo que traían sin resistirse. Ni siquiera rezongaban; hasta hubo uno que nos llamó de lejos para informarnos que nos olvidábamos se sacarle el reloj, que era uno bueno, que valía sus pesos y que le compráramos algo lindo al indio. Así andábamos los tres, en la senda de la prosperidad. Llegamos a acumular mucho en unos pocos meses y hasta pudimos tomarnos unas semanas de receso.
            A veces, en esos días vacacionales que nos había traído la abundancia, el anciano dejaba de mirarme y se quedaba dormido, de pie o sentado. Aprovechaba yo y salía a abastecernos de víveres y a gastar en alguna extravagancia innecesaria. Cuando volvía, más de una vez, Marita había llegado a la casa y mi abuelo toba no estaba en su sitio de sueño. Los buscaba y finalmente los encontraba en el patiecito, ambos tomando mate. En contadas ocasiones creí escucharlos hablar; parecía que lo que conversaban no era en lengua extraña. Pero me percibían muy pronto y se callaban rápido. No quise preguntarle luego a Marita sobre ese asunto; para qué, si estaban tan bien así: ella más bella, él igual de perpetuo y cada vez menos triste.
En vaya a saber qué etapa de ese proceso de delincuencia feliz y convivencias, mi abuelo se fue independizando de mí. A veces yo miraba para atrás porque sentía la espalda desnuda; él no estaba, yo temblaba y me comía las uñas, e iba entendiendo, muy pero muy de a poco, que irremediablemente el toba se me había vuelto un vicio.

            En poco tiempo no sólo me broté de tristeza al pensar en porciones de familia que no tuve y en deseos no cumplidos de los que no había sabido por años, sino que termine de hartarme de la luz de esa casa. Quería dormirme en plena oscuridad y que me desmenuzaran los rincones de un bosque negro. Nunca o casi nunca había podido estar del todo dormido. Eso sí, ahora me podía relajar, medio cobijado en la niebla que me arrojaba el bulto de mi abuelo. Su presencia era un tapón leve contra el brillo perpetuo de la casa, una sombra líquida, como para reposar, no todavía para dormir, por eso seguía yo tan cansado, tan asqueado de los despliegues brutales y descoloridos de esas paredes, esos rincones y puertas. Comencé a mirar hacia la noche más que antes; la vi lejos de este cielo, de este techado del barrio; como siempre, bien lejos, incluso cuando aquí mismo era de noche.
Nada parecía más vivo que mi abuelo, nada más calmo. No lo molestaba el brillo perpetuo; de hecho, se congregaba con la luz de la casa. Ahora entendíamos juntos que la abuela estaba muerta pero no del todo, que lo que se te muere muy cerca anda todavía viviendo; “eso es lo que pasa”, parece que me decían sus ojos invisibles, y repetía, ya menos triste que antes, “sotage iatac raiwa”.
Ya habían pasado como nueve meses desde que me lo dejara al cuidado esa madre pequeña que en cierta medida jamás tuve. Me había dicho que me tocaba, que era de familia, que ella había cuidado a sus mayores y por eso no había podido criar a su prole, y luego de su última huida, hizo ese estúpido llamado por teléfono. No era tanto el rencor que le guardaba, pero ahora sí había juntado el coraje para escupirle en la cara esa bola de angustias y bronca que venía mascando desde chico. Todavía recordaba que me dijo que ya le había llegado la hora de descansar, como si no hubiese descansado desde siempre, como si no hubiese vuelto junto a sus padres sólo para vivirles los ahorros. Cuando se le murió la madre, se espantó del terrible silencio del toba, vio que en las alforjas no quedaba ni media baratija para empeñar, y se lo sacó de encima para buscarse otra fuente de manutención, de jornadas sin esfuerzos. Este abuelo, con el que apenas he pasado un tiempo muy callado, no se mereció esa última hija; no la debió tener, pero el deseo seguía siendo grande y todavía a él y a la abuela les quedaban ganas de seguir partiendo cerros con el vaivén de sus cuerpos contra el piso, las paredes o la cama de la habitación de los gritos. Había que decirlo, pensarlo de una vez: mi madre, aquella mañana, me desplegó una caravana de mentiras para sacarse el bulto toba de encima. La telefoneada posterior fue a manera de reforzar la credibilidad de su parloteo anterior, y nada más que eso.
            Emana un cariño duro el toba, como una roca sin pellejo. El otro que era yo mismo hace tiempo, hoy, un mi lugar, hubiera echado al anciano, con patadas suaves nomás pero a la calle de lleno. O, al menos, lo hubiese amenazado para que dejara de seguirme, cuando me seguía, y dejara de mirarme a toda hora, si es que me miraba. Me observaba como la niebla, con los ojos de la niebla. Y respiraba poderosamente, silencioso, con un puñado de sangre invisible que se le condensaba en el paladar y se soltaba de su boca. Cohabitando junto a él bajo esos techos de luz, entendí lo escuálida que tenemos la vida, lo poco que costaba aplastarla con casi nada. Nunca como en esos últimos días, a su lado, razoné que fuera tan fácil morirse, deshilacharse. Mi abuelo toba tenía demasiado dura la piel; aguantaría y andaría por un buen tiempo, cargando su edad sin edad. Yo lo quería, al final así era, según Marita se me notaba de lejos. Pero, a la vez, me sentía descuajeringado, cada vez más desgastado, cada vez más triste.
            Lo que hice no fue lo único que podría haber hecho sino simplemente lo que hice. Llené la heladera de alimentos simples y dejé otros sobre la mesa, llamé a Marita y le indiqué dónde estaba la plata de los robos y no le dije que la amaba porque ya entonces era poco, besé la frente de mi abuelo y sentí el gusto de la tierra del Chaco rajada por los gritos de una mujer que seguía copulando desde la nada, y me fui rotundamente de esa casa de luz. A mitad de un atardecer lento, enrumbé para el este, como le hubiese gustado a Marita, para que de una vez por todas me tragara la noche.



Sebastián Pons (Córdoba, 1978)

En Frutos extraños. 1º festival de literatura de Córdoba. Eduvim. Villa María, 2012.