Todos
pertenecemos a lo mismo, todos hemos tenido las mismas oportunidades, qué le
vamos a hacer si nos tocó la época en la que somos eternos seducidos y luego
abandonados, las moscas no nos buscan porque ya han inventado un incienso que
huela a cereza y miles de perfumes para la rumba.
Andrés Caicedo
Amanecí
enlodado en Marita; desperté sobresaltado por los golpes y tardé poco en
reconocer esa forma abisal y desconsiderada de aporrear una puerta. Literalmente
tenía barro en cada poro, me chorreaba por todo el cuerpo, y hasta raíces me
habían vuelto a crecer en algunos dobleces de brazos y piernas. Con apenas
incorporarme entendí que había dormido sobre Marita, que era su cuerpo el que
se aplastaba contra el colchón, que habíamos quedado tumbados, desnudos, ella
boca abajo, con mi barro en su piel; no sé cómo hacía para respirar boca abajo,
enterrada su nariz en la almohada, y además con ese vaho a mugre viviente que
se había criado en la habitación. Me iba levantando como podía mientras la mano
aquella que debió acariciarme de niño insistía con los golpes a la puerta. En
efecto, no me equivoqué: abrí y mi madre entró de prepo, con toda su enana
presencia, como la dueña que era de la casa, aunque jamás habitó en ella más de
un mes seguido. Entró y tras de sí ingresó esa sombra esquiva, difícil de
enfocar, un bulto neblinoso que ella arrastraba a su espalda. Y me dijo: “Acá lo tenés, che. Ahora te toca. Yo cargué
con mis mayores demasiado y no pude criar a mi propia descendencia. Es una
maldición que se hereda, y a vos además te corresponde por habitar estas
paredes que son mías. Tu abuela, que viste una vez, murió hace unas semanas.
Este (señaló el bulto) es mi padre,
al que nunca viste y del que te conté algo una de las pocas noches en las que
te llevé a dormir. Eras chico vos. Y ahora, ya adulto, te toca cuidarlo. Yo
tengo que descansar de una buena vez”. Dicho esto, apoyó sobre el piso un
atado de ropas con una delicadeza que no le quedaba bien, y luego, con una
brusquedad más de ella, me palmeó el hombro, beso la frente de esa sombra
neblinosa y le dijo palabras incomprensibles al oído, y salió como un pequeño
relámpago. Me asomé a la vereda como hace décadas; me quedé contemplando la
espaldita que se alejaba, algo que algún día creí que no volvería a hacer, y
por más que sabía que ella ni una vez, ni una puta vez, se daría vuelta,
siquiera amagaría a darse vuelta, la miré hasta el fin de la calle o hasta que
me dolieron los ojos, lo que fuera que haya sucedido primero.
Mi
abuela fue una napolitana vivaz que se vino al país, tierra adentro, con apenas
nueve años. Se instaló con su familia en Huinca Renancó y a los quince años se
enamoró de un toba cuya edad precisa jamás se supo. Allí, por entonces,
quedaban unos cuantos ranqueles puros y ningún habitante de otra comunidad más
que este toba que vaya a saber cómo había llegado a abrevar en ese pozo de
hombre blanco. Ese toba era el bulto sombrío que mi madre me dejó aquella
mañana en que amanecí con el barro suculento de Marita plantado en todo el
esqueleto. Ahí estaba el viejo liso, el ex salvaje, el cara de caoba, en un
rincón de la cocina; no me miraba, o no tenía ojos exactos en el rostro; yo le
tendía agua y no bebía, le ofrecía mi silencio y el suyo se lo devoraba. La
madre de mi madre lo había amado con una fuerza como para partir un monte; esa
expresión la pronunció ella misma en esa tarde que vino, hace décadas. Era
cierto que había visto a mi abuela una vez; rechoncha, muy alegre, en las pocas
horas de su visita me había contado cómo sus padres la maldijeron por ese
sentimiento estúpido por el indio, y cómo quedó embarazada y se casó joven, al
igual que todas las amigas de su edad, aunque sin sufrir la típica violación de
la noche de bodas que a aquellas criollitas de buenas casas les habían prodigado
los ricos estancieros a las que estaban prometidas desde antes de que ellas
mismas supieran. De hecho, parece que el goce entre el aborigen y la inmigrada,
además de buscado, era desproporcionado, porque los echaron del centro del
pueblo para no escuchar más los alaridos de placer de la parejita. Hasta les pagó
una casa el gobierno local: las cópulas de mis abuelos habían llegado a ser un
asunto de interés público, un reclamo que el perpetuo intendentito de Huinca Renancó
debía atender en vistas a las próximas elecciones. Parece que, en realidad, la
que pegaba los alaridos de placer era mi abuela, y la que movió los hilos del
minúsculo poder fue la esposa del intendentito, mujer de sabias mañas, de
adecuada moral, de un adelantado respeto por las minorías étnicas, y, sobre
todo, una hábil marionetista. Los hilos los movió muy bien porque la casita que
les construyeron en las afueras era de lo mejor, con agua corriente, salida
para cuando llegara el gas, jardincito atrás y habitación para los gritos en el
primer piso; un completo lujo para la época, y sobre todo en esa época en la
que poseer casa propia o terreno propio era tener media vida solucionada. La
otra mitad la fueron haciendo, dentro de todo bien, con las tragedias típicas
en estos tránsitos demasiado felices. El par de mellizos, los primeros hijos,
no llegaron a ver a la última de sus hermanas, que resultó ser mi madre, porque
murieron el mismo día de una siniestra aneurisma, uno desde Salta, otro cortando
leña en Tierra del Fuego, y antes de cumplir los veinte, a pesar de la fuerza y
de la sangre que tan parejas habían combinado mis abuelos en sus hijos. Luego
de esos, llegó una tracalada de tíos que jamás conocí, y por fin mi madre, muy
tardía, en días en que los abuelos ya contaban más de cuarenta y en que la
habitación de los gritos seguía siendo bien aprovechada, aunque ya sin tantos
gritos.
Entre que pensaba en todo ese recuerdo
ajeno, el silencio que había traído mi abuelo desconocido era tal que pude
escuchar su murmullo; murmuraba rápido y chirriante, y me costó entender que
los bichos que se incendiaban entre sus labios eran palabras de otra lengua,
que debe haber sido la suya natal. Acerqué el oído hasta darle carne a lo que
decía; en ese momento y en los minutos que siguieron, repetí la frase que le
escuché, para aprenderla, pero como seguí olvidándola la anoté. Ese lejano toba
que me encomendó mi madre, y que estaba a apenas unos metros todo el tiempo, siguiéndome
como un pato temeroso al que han mimado mucho, decía una y otra vez: “sotage iatac raiwa”. Con una
perspicacia obvia, menuda, y que a mí me alcanzaba, supuse que hablaba de mi
abuela muerta. Me lo confirmó mi madre por teléfono; me llamó a las horas de
dejármelo, me dijo que el viejo había quedado muy mal y había perdido toda su
extraña lucidez de golpe, y me explicó que el atado era toda la ropa que poseía.
“Toda la ropa y cosas de él, una piedra
que chupa y unos palos que masca, y una foto borrosa de mi madre y no sé qué
más. Chau, hijo. No te digo que te quiero porque eso lo decidís vos”. A esa
última frase la pronunció ahuecada y gomosa; sonaba así a través del tubo
telefónico, o era el escuálido y tambaleante deseo mío de esa mañana de barro y
sorpresa.
Marita
y yo vivíamos del robo. En otro tiempo la cosa andaba mejor, pero luego ella
tuvo que buscarse algunos trabajos en los que entraba entusiasmada y de los que
salía apenas le tiraban el primer sueldo entre las manos. Cada tanto retornaban
las buenas temporadas. No teníamos que trasladarnos mucho para obrar; de hecho,
sólo salíamos a caminar por el barrio. Nos desenvolvíamos sobre todo en cierta
zona que se había convertido en el único pasaje desde los descensos de ómnibus
hasta el distrito empresarial que iba creciendo hacia el norte. Un puñado de
multinacionales, algunas disfrazadas de fundaciones, había proliferado gracias
al método de las pasantías, el programa de la primera empresa para las escuelas,
y la contratación –a corto plazo y con promesa de experiencia y un sueldito de
nada– de jóvenes profesionales, que eran los que mejor equipados atravesaban
nuestra celada y a los que más nos divertía desequipar. No llevaban mucha plata
encima; su carga más valiosa eran los celulares y los aparatitos de toda índole
con los que pasaban escuchando música o consultando sus correos electrónicos.
Unos pocos de ellos venían de familias más o menos humildes; lo sabíamos porque
de vez en cuando nos quedábamos a charlar con alguno antes de largarlo
desvalijado. Pero el resto eran nenes ricos nomás, fogueándose como querían sus
padres para volver listos a las empresas familiares.
Al principio se hacía fácil sacarnos de
encima tanta tecnología y por buena plata; Marita conocía a alguien que conocía
a alguien; todo mediador cobraba su comisión y todavía quedaba un fardito lindo
para el último de la cadena, los verdaderos laburantes: nosotros. Después ya
nos empezaron a mezquinar los precios de los aparatos; buscamos, entonces,
otras ofertas. Todos decían que estábamos en la mira de la policía secreta, que
se acercaban vertiginosamente a nosotros y que nos tirarían las zarpas encima
de la peor manera. Pero la verdad era que ese pedazo de barrio, obligado paso
para los que jugaban de empresaritos, era una tierra de nadie, una senda en la
que hasta el diablo agarraba fuerte el poncho para no dejarlo caer.
La
noche anterior a la visita tan generosa de mi madre, anduvimos haciendo gala de
nuestras mañas por ese paraíso perdido. Una semana atrás, Marita se había
enterado de que, cerca de las empresas, el turco Amón, dueño de tres almacenes,
visionario para el comercio y empleador de almas inocentes a las que exprimía
en sus locales, había abierto un after-office, esa clase de barcitos prolijos
para el consumo etílico temprano por parte de los pobres alienados, los jóvenes
atados todo el día a sus escritorios. La cosa estaba bien para nosotros porque
los empresaritos volverían más tarde a la parada de transportes, y sabíamos que
en ese pasaje sin ley la noche era noche cerrada. Obramos con alegría y hasta
con descuido, y sacamos tanto botín que tuvimos que hacer un viaje a la casa
para dejar parte. Después de la segunda tanda, estábamos tan eufóricos que nos
fuimos a festejar al mismo bar del que salían nuestras víctimas. Si hay una
cosa que más le gusta a Marita es bailar; apenas se acercaba el sonido de aquel
menudo infierno de tragos, ella profirió un rezo al que acostumbraba, una
especie de himno divino que invocaba la danza y la música. Eso significaba para
mí la señal de que sería una noche de embestidas desaforadas, de consagración a
la dipsomanía espontánea y de sexo sabroso, opulento. Y no le pifié. Me acodé
en la barra y empecé a gastar los billetes hurtados; ella conquistó el centro del
local con su vibración de abdomen y sus contorciones envolventes; los últimos
tragos negocié con el turco para pagárselos con una miniatura de última
tecnología de entre las que tenía en los bolsillos. Casi sin transitar las
calles ni el resto de la casa, llegamos a la habitación de golpe, y cada uno
terminó empantanado en el fango sudoroso del cuerpo del otro. Así fue que
amanecí.
Cuando
Marita por fin se levantó y asomó su cuerpo por la cocina, superado el
mediodía, yo ya había pensado en una centena de acciones a seguir con respecto
a mi abuelo. Marita recién notó el bulto sombrío de camino a besarme; llevaba
la bombacha medio ladeada y se la acomodó en seguida; el toba se puso un tanto
colorado pero persistió en su silencio y en su mirada puesta en mí. Con dos
frases le expliqué todo a Marita, o quizá fue con tres. No contestó nada sobre
esa nueva situación; lo que dijo fue que esa misma tarde teníamos que laburar y
encaravanarnos como la noche anterior, porque había estado bárbaro y quería
más. Y después se fue a bañar, porque no aguantaba el barro que llevaba encima,
según dijo.
Me quedé en la cocina mirando al anciano
terroso, a la vasija de penas, al cara de tiempo; ya no intenté hablarle, sólo
le acaricié la frente; le tendí comida y la rechazó; le ofrecí mis brazos pero
finalmente debí acercarme yo y fue como abrazar un quebracho lloroso, con
demasiada raíz pero con ganas de tumbarse.
Vivíamos
juntos pero no bajo el mismo techo porque Marita tampoco podía dormir bien y
porque decía que la noche de la casa no era noche en serio, y era bien cierto,
si hasta los vecinos habían elevado las medianeras con ladrillos o toldos
ladeados para poder oscurecerse y completar la mutación del día, como la
naturaleza manda. Otra razón era que Marita intentaba, y no podía, rechazar esa
unión tan fuerte a la que nos había arrojado el azar. Decía ella: “el sexo es el acto de las tinieblas y el
enamoramiento la reunión de los tormentos”. La primera parte de la frase se
la tiene que haber creído del todo, porque hacía el amor como un demonio, o más
fuerte todavía: un demonio famélico, desesperado por encender su alimento. De
todas formas, esa idea del sexo y los enamorados no era suya, porque Marita se
pasaba el día repitiendo frases de un tal Caicedo, Andrés de nombre, un
escritor colombiano que se había suicidado jovencísimo. Desde que la conocí,
Marita leyó siempre como una condenada, en casi esa exacta situación, porque una
vez llegó a estar hasta dos meses encerrada para terminar la obra completa de
no sé qué latinoamericano. En los primeros encuentros me comparaba con relatos
y personajes literarios, me decía que yo hablaba medio como experimentando al
paso, que la escritura de lo que yo decía, si hubiese estado escrito lo que yo
decía, parecía incorrecta pero era solamente rara. Un día se topó con un
ejemplar del Caicedo ese y ya no leyó a nadie más. Me atreví a preguntarle y me
contestó que no hacía falta saber otra cosa, que Andrés le había abierto las
puertas de la percepción y que si bien ella ya traía ese claro en la cerrazón
boscosa de su cerebro, sólo entonces se había percatado. Desde siempre Marita
bailaba, pero después de esas lecturas se puso desaforada: le entraba al
cuarteto, al rock, a la cumbia, al tango improvisado, al malambo aprendido de
un tío, al reggae; se quejaba constantemente de que en la maldita ciudad que habitábamos
no hubiera un puto boliche en donde se escuchara rumba. Era uno de los preceptos
del escritor colombiano: la danza perpetua. Además, después de esa lectura se
puso más hampona en lo de los robos; desde entonces, estuvo siempre hecha una
verdadera rea, si hasta cacheteaba las caritas pálidas de los practicantes de
empresario, o les sacaba los vestidos a las pocas mujeres que pasaban rumbo a
las multinacionales y se los probaba en plena calle, para terminar tirándoselos
en la jeta a las dueñas si no le gustaban. Si hasta quería morirse joven,
aunque no llegaba a acumular el coraje necesario para tomar el asunto en sus
manos, razón por la que a veces me lo pedía a mí. El rezo ese de antes de ir a
bailar también lo había sacado de Caicedo; empezaba diciendo: “música que me conoces, música que me
alientas, que me abanicas y me cobijas, el pacto está sellado”; y seguía: “yo soy tu difusión, la que abre las puertas
e instala el paso, la que transmite por los valles la noticia de tu unión y tu
anormal alegría”; y terminaba con una frase que me hacía erizar: “para los muertos”. Yo estaba seguro de
que en esas páginas, leídas hasta el insomnio, había encontrado ella la idea,
con la que me taladraba la consciencia a diario, de que a mí me tenía que
tragar la noche, que la luz permanente de esa casa me desgranaba el espíritu y
que terminaría fulminado en la intrascendencia si no me iba de ahí cuanto
antes.
En fin, rara vez se quedaba ella a
dormir; terminaba de sacarme todos los jugos contra la cama y se iba. Pernoctaba
en casa de una amiga suya que vivía cerca, aunque nunca supe dónde. Venía a
quedarse sólo durante el día; cargaba la pava caliente y se cebaba unos mates
junto a los helechos del patiecito. A mí los mates me caían mal.
En
los días siguientes a la llegada de mi abuelo aborigen, entendí que él no podía
seguir solo en la casa. Hasta entonces le dejaba comida sobre la mesa, el
televisor prendido y lo encerraba para que no me siguiera. Al principio, yo
volvía y él estaba detrás de la puerta, tal como había quedado al irme. Pero después
se empezó a mover por la casa; se desenvolvía muy bien, estaba muy cómodo con
la luz interminable, tanto que hasta se le había sacudido un poco la tristeza
del rostro. El problema era las cosas que tocaba; con Marita encontrábamos la
casa medio inundada, los cajones abiertos, el gas saliendo de las hornallas.
Quizá seguía buscando a su querida muerta de varias formas; de hecho,
entristecía de a poco al volver a verme, lo que me recordaba eso que decía mi
madre de que yo me parecía bastante a mi abuela. El toba me miraba todo el día
y me seguía a todos lados, tanto que cuando salía a robar me sentía
transparente, atravesado del aire, un pobre hombre sin sombra. Pero no por eso,
sino por el desastre que dejaba en la casa, decidí llevarlo con nosotros al
pasaje de los futuros líderes empresariales. Entonces se fortaleció la
temporada próspera que ya nos había traído el bolichón del turco Amón, y que
seguía y seguía. Primero, con Marita escondíamos al anciano a la vuelta de una
esquina o lo sentábamos en un umbral oscurecido para robar tranquilos; pero
como el toba insistía en seguirme, empezamos a dejarlo estar junto a nosotros,
y fue entonces que brotó la magia. Los trajeaditos lo contemplaban medio
aterrorizados o con mucho interés, y nos entregaban todo lo que traían sin
resistirse. Ni siquiera rezongaban; hasta hubo uno que nos llamó de lejos para
informarnos que nos olvidábamos se sacarle el reloj, que era uno bueno, que
valía sus pesos y que le compráramos algo lindo al indio. Así andábamos los
tres, en la senda de la prosperidad. Llegamos a acumular mucho en unos pocos
meses y hasta pudimos tomarnos unas semanas de receso.
A
veces, en esos días vacacionales que nos había traído la abundancia, el anciano
dejaba de mirarme y se quedaba dormido, de pie o sentado. Aprovechaba yo y
salía a abastecernos de víveres y a gastar en alguna extravagancia innecesaria.
Cuando volvía, más de una vez, Marita había llegado a la casa y mi abuelo toba
no estaba en su sitio de sueño. Los buscaba y finalmente los encontraba en el
patiecito, ambos tomando mate. En contadas ocasiones creí escucharlos hablar;
parecía que lo que conversaban no era en lengua extraña. Pero me percibían muy
pronto y se callaban rápido. No quise preguntarle luego a Marita sobre ese
asunto; para qué, si estaban tan bien así: ella más bella, él igual de perpetuo
y cada vez menos triste.
En vaya a saber qué etapa de ese proceso
de delincuencia feliz y convivencias, mi abuelo se fue independizando de mí. A
veces yo miraba para atrás porque sentía la espalda desnuda; él no estaba, yo
temblaba y me comía las uñas, e iba entendiendo, muy pero muy de a poco, que
irremediablemente el toba se me había vuelto un vicio.
En
poco tiempo no sólo me broté de tristeza al pensar en porciones de familia que
no tuve y en deseos no cumplidos de los que no había sabido por años, sino que
termine de hartarme de la luz de esa casa. Quería dormirme en plena oscuridad y
que me desmenuzaran los rincones de un bosque negro. Nunca o casi nunca había
podido estar del todo dormido. Eso sí, ahora me podía relajar, medio cobijado
en la niebla que me arrojaba el bulto de mi abuelo. Su presencia era un tapón
leve contra el brillo perpetuo de la casa, una sombra líquida, como para reposar,
no todavía para dormir, por eso seguía yo tan cansado, tan asqueado de los
despliegues brutales y descoloridos de esas paredes, esos rincones y puertas.
Comencé a mirar hacia la noche más que antes; la vi lejos de este cielo, de
este techado del barrio; como siempre, bien lejos, incluso cuando aquí mismo
era de noche.
Nada parecía más vivo que mi abuelo, nada
más calmo. No lo molestaba el brillo perpetuo; de hecho, se congregaba con la
luz de la casa. Ahora entendíamos juntos que la abuela estaba muerta pero no
del todo, que lo que se te muere muy cerca anda todavía viviendo; “eso es lo que pasa”, parece que me
decían sus ojos invisibles, y repetía, ya menos triste que antes, “sotage iatac raiwa”.
Ya habían pasado como nueve meses desde
que me lo dejara al cuidado esa madre pequeña que en cierta medida jamás tuve.
Me había dicho que me tocaba, que era de familia, que ella había cuidado a sus
mayores y por eso no había podido criar a su prole, y luego de su última huida,
hizo ese estúpido llamado por teléfono. No era tanto el rencor que le guardaba,
pero ahora sí había juntado el coraje para escupirle en la cara esa bola de
angustias y bronca que venía mascando desde chico. Todavía recordaba que me
dijo que ya le había llegado la hora de descansar, como si no hubiese descansado
desde siempre, como si no hubiese vuelto junto a sus padres sólo para vivirles
los ahorros. Cuando se le murió la madre, se espantó del terrible silencio del
toba, vio que en las alforjas no quedaba ni media baratija para empeñar, y se
lo sacó de encima para buscarse otra fuente de manutención, de jornadas sin
esfuerzos. Este abuelo, con el que apenas he pasado un tiempo muy callado, no
se mereció esa última hija; no la debió tener, pero el deseo seguía siendo
grande y todavía a él y a la abuela les quedaban ganas de seguir partiendo
cerros con el vaivén de sus cuerpos contra el piso, las paredes o la cama de la
habitación de los gritos. Había que decirlo, pensarlo de una vez: mi madre,
aquella mañana, me desplegó una caravana de mentiras para sacarse el bulto toba
de encima. La telefoneada posterior fue a manera de reforzar la credibilidad de
su parloteo anterior, y nada más que eso.
Emana
un cariño duro el toba, como una roca sin pellejo. El otro que era yo mismo
hace tiempo, hoy, un mi lugar, hubiera echado al anciano, con patadas suaves
nomás pero a la calle de lleno. O, al menos, lo hubiese amenazado para que
dejara de seguirme, cuando me seguía, y dejara de mirarme a toda hora, si es
que me miraba. Me observaba como la niebla, con los ojos de la niebla. Y
respiraba poderosamente, silencioso, con un puñado de sangre invisible que se
le condensaba en el paladar y se soltaba de su boca. Cohabitando junto a él bajo
esos techos de luz, entendí lo escuálida que tenemos la vida, lo poco que
costaba aplastarla con casi nada. Nunca como en esos últimos días, a su lado,
razoné que fuera tan fácil morirse, deshilacharse. Mi abuelo toba tenía
demasiado dura la piel; aguantaría y andaría por un buen tiempo, cargando su
edad sin edad. Yo lo quería, al final así era, según Marita se me notaba de
lejos. Pero, a la vez, me sentía descuajeringado, cada vez más desgastado, cada
vez más triste.
Lo
que hice no fue lo único que podría haber hecho sino simplemente lo que hice.
Llené la heladera de alimentos simples y dejé otros sobre la mesa, llamé a
Marita y le indiqué dónde estaba la plata de los robos y no le dije que la
amaba porque ya entonces era poco, besé la frente de mi abuelo y sentí el gusto
de la tierra del Chaco rajada por los gritos de una mujer que seguía copulando
desde la nada, y me fui rotundamente de esa casa de luz. A mitad de un atardecer
lento, enrumbé para el este, como le hubiese gustado a Marita, para que de una
vez por todas me tragara la noche.
Sebastián Pons (Córdoba, 1978)
En Frutos extraños. 1º festival de literatura de Córdoba. Eduvim. Villa María, 2012.
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